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8 de mayo de 2011

LA MÚSICA CLÁSICA


Autor: José Miguel Odero, 
En Nuestro Tiempo* | Fuente: Arvo.net 
LA MÚSICA CLÁSICA
Hablar hoy de música clásica produce considerables equívocos en muchos ambientes. Si la música es de por sí un arte misterioso, lábil y reacio a la objetividad, parece que lo clásico sólo sea ya para muchos un prejuicio autoritario y elitista, una cualifi
 Quizá nunca han sido tan poderosos el inconformismo respecto al pasado, el mito actualista del progreso y el culto. a la espontaneidad instintiva; tres dogmas que parecen columnas o raíces de muestra situación cultural.
Así las cosas, no es sorprendente el hecho de que la música clásica esté mal vista por demasiados jóvenes de hoy y por muchos adultos, jóvenes hace 20 años.Está mal vista, pero no ha podido estar peor escuchada. Porque apenas cuando empezaba a oírse ya se estaba acallando «por pesada y tostonaza»: «¡un rollo!». Con demasiada frecuencia se llama rollo a lo que no ha habido la paciencia de escuchar sin prejuicios y no ha podido llegar a gustar.
La cuestión que ahora se plantea es ésta: ¿podría ser que haya cosas que a mí, hoy y ahora, me estén pareciendo rollos y que, sin embargo, son valiosas -quizá muy valiosas- aunque con valor escondido y casi pudoroso?
Es frecuente la experiencia de haberse equivocado alguna vez, de haberse dejado llevar por la primera impresión, de haberse precipitado reaccionando demasiado temperamentalmente para juzgar de modo peyorativo algo en lo que luego descubriría un peculiar encanto y belleza, las cuales, no por antes insospechadas, luego parecerían poderosas y reales.
El hombre es el animal que puede sospechar este tipo de cosas y disponerse así para saltar su propia sombra y superarse a sí mismo venciendo su propia ignorancia.
ALGO MISTERIOSO
Hablar de la música es francamente difícil. La música tiene algo misterioso; algo que, también por eso, se revela especialmente encantador y profundo. Pero los griegos dijeron algo -y muy bien dicho- de la música. Si, como decía Zubiri, los griegos somos nosotros, entonces es de esperar que interese especialmente volver a oírlos para solucionar las perplejidades musicales.
Los pitagóricos fueron seguramente los primeros en pensar sobre música. Creyeron que tal aventura era posible: ¡pensar la música y hablar razonablemente de ella! La música -dirían- es una percepción de la proporción y armonía que hay necesariamente en todo lo que existe. De modo que entender la Naturaleza y comprender la realidad de las cosas es percibir una música suprema que está en el hondón del ser y resuena en el hombre. 
La música humana sería la redundancia de esa musicalidad profunda de lo real y su anticipación, el primer paso hacia la sabiduría. Por eso «los grandes poetas -diría luego Machado¬ son metafísicos fracasados y los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas». El Cosmos -añadiría S. Agustín- está lleno de belleza que «se difunde como el canto grandioso de un Músico inefable».
A Platón le preocuparon luego las repercusiones antropológicas de los gustos musicales. En su República mantiene la convicción de que la buena música educa una cierta armonía espiritual en los hombres y les predispone a ser ciudadanos honrados. Si quieres destruir una sociedad y hacer saltar el orden que la caracteriza, si quieres hacer la revolución -venía a decir el viejo Platón-, empieza por intoxicar a los jóvenes con discordancias, cacofonías y melodías blandengues; sin lugar a dudas, lograrás así una generación de rebeldes sin causa, nihilistas anarcoides, bárbaros incivilizados y decadentes pusilánimes. Y una vez que los hombres tengan dentro de sí la incoherencia disarmónica, los sentimientos desbocados y encontrados, el caos espiritual, entonces sucederá que verdaderamente llegarán a gustarles las formas más degradadas de musicalidad: cuius hominis, talis musica. A cada uno le gusta la música que se merece.
CALIDAD DEL GUSTO MUSICAL
Esta misma convicción sobre la íntima relación entre la calidad del gusto musical y el grado de humanidad o de calidad de vida, que puede atribuirse a una persona o a una colectividad, permanece como convicción profunda de la cultura occidental.
Por ejemplo, en El mercader de Venecia, Shakespeare hace una clarividente profesión de fe en la eficacia conmovedora, pedagógica y humanizadora de la música: «No hay nadie tan terco, duro y colérico a quien la música no transforme por algún tiempo. El hombre que no tiene alguna música en sí mismo y no se mueve por la armonía de dulces sonidos está inclinado a traiciones, a estratagemas y a robos; las emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos tan sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre».
La música -diría luego Schopenhauer- no está destinada sólo a satisfacer un gusto más o menos hedonista: «el compositor revela la esencia última del mundo y expresa la sabiduría más profunda en un lenguaje que su razón no comprende; exactamente igual que una medium hace revelaciones sobre cosas de las que no tiene ni idea cuando despierta».
LO MÁS MISTERIOSO
Así pues, oír música puede ser algo más que un entretenimiento agradable; puede ser una exploración y el avizoramiento de lo más desconocido, porque el signo musical es un vehículo sensible más abstracto y menos realista que la imagen visual, menos esclavo de las realidades materiales. Por eso la música, que es -como la poesía- arte del tiempo, traza un itinerario sensible que eficazmente conduce al reino de la intimidad, y es el misterioso agente capaz de suscitar lo que conmueve y emociona. La música, como la palabra, es el cauce por el cual un hombre puede dar a conocer insospechables hondones de belleza albergados en la recogida intimidad de su alma. ¡Qué bien lo decía Arnold Schonberg en una carta apasionada al compositor y director Gustav Mahler!: «Para expresar la inaudita impresión que me ha producido su sinfonía, no puedo hablarle de músico a músico, sino de hombre a hombre. Porque he visto su alma desnuda, completamente desnuda.
Yacía delante de mí como un misterioso y agreste paisaje con sus abismos angustiosos y, al lado, prados soleados, alegres y graciosos, lugares de idílico descanso. La sentí como un fenómeno de la naturaleza, con sus sobresaltos y sus desastres, pero a la vez con su arco iris plácido y radiante. ¡Y qué importa si esto no coincidía con el Programa! Creo que he sentido su sinfonía.
Experimenté la lucha por las ilusiones, sentí el dolor del desilusionado, vi la lucha de fuerzas buenas y malas, vi a un hombre esforzarse angustiosamente por lograr la armonía interior, sentí un hombre, un drama, una verdad, una verdad brutal».
La mejor música siempre acaba en la verdad; es revelación de verdades profundas del hombre, y precisamente por eso toca las fibras más hondas de su corazón: porque habla esas «razones del corazón que la cabeza no sabe entender» (Pascal).
«La música -ha escrito Juan Pablo II- debe ser considerada como medio destinado a ennoblecer al hombre. Como voz del corazón, la música suscita ideales de belleza, la aspiración a una perfecta armonía que no turban pasiones humanas y el sueño de una comunión universal. Por su trascendencia, la música es también expresión de libertad: escapa a todo poder y puede convertirse en refugio de extrema independencia del espíritu, donde ella canta, aun cuando todo parezca envilecer o coaccionar al hombre. Por tanto, la música tiene, en sí misma, valores esenciales que interesan a todo hombre».
ENTENDER LA MUSICA
Para entender la gran música producida por nuestra cultura no es absolutamente necesario entender la música, es decir, saber analizar técnicamente una pieza o saber ejecutarla: «Error funesto -afirmaba Manuel de Falla- es decir que hay que comprender la música para gozar de ella. La música no se hace, ni debe jamás hacerse para que se comprenda, sino para que se sienta». No es indispensable entender de corcheas, bemoles, adaggios, contrapuntos, temas, armonías o claves, para poder entender música. Esas mediaciones técnicas no son imprescindibles. A lo verdaderamente necesario apuntan expresiones como sensibilidad musical o gusto: porque el arte se aprende como por instinto, sin mediaciones. También la voz humana de nuestros padres acabó por entenderse casi sólo a fuerza de escucharla con atención e interés.
«Me gustaría entender de música, quisiera que me enseñara a apreciarla», pedía un personaje de Eliot. «No creo que necesite de mucha enseñanza -le respondían-. Por lo menos, no ahora. Lo que necesita al principio es oír más música. y dar con lo que le guste. Cuando sepa qué le gusta y lo conozca bien, entonces querrá aprender la estructura y las varias formas y diferentes maneras de ejecutarla».
El lenguaje musical -como cualquier idioma- se aprende con un esfuerzo que recae en gran parte sobre la memoria. Se entiende y percibe como bello -gusta- lo que se reconoce o identifica. Pero memorizar exige repetición, tiempo. Es por ello por lo que una canción popular grabada en un disco puede gustar mucho a muchos: porque en los 2 minutos que dura se repite hasta 15 veces el mismo tema casi invariado; porque, en una sociedad de consumo, la misma canción es repetida decenas de veces por decenas de emisoras hasta que se pone de moda, así ¿quién no es capaz de memorizar un tema musical? El tema se pega, ese fragmento de música se llega a entender y gusta.
UNA SELVA TROPICAL
Sin embargo, en una buena sinfonía de Brahms coexisten varios temas melódicos que prácticamente nunca se repiten si no es con alguna variación, temas que se desarrollan en sus partes y que luego se relacionan entre sí. Una sinfonía es la unidad recobrada en la diversidad a través de cuarenta y cinco minutos. El plus de belleza musical que puede albergar tal sinfonía es enorme, algo así como la belleza de una selva tropical comparada con una maceta de geranios. La maceta la veo de golpe con sólo asomarme al balcón de casa; la selva hay que ir a buscarla y explorarla, no sin fatigas. Para gustar y saborear una sinfonía hay que enfrentarse con ella y memorizarla y eso lleva... ¡horas!
Sin embargo, a veces se muerde el anzuelo. Escuchando de pasada tal fragmento más divulgado, se despierta la curiosidad, el interés, la fascinación. Hablando de música, Thomas Mann describía una situación semejante; «para nosotros, todo aquello era, todavía en el fondo, un lenguaje de cuento, pero lo acogíamos de buena gana y abriendo tanto los ojos como niños que escuchan una narración hermética para la cual no están sus mentes nada maduras, aunque la escuchan con mucho más placer que si fueran temas más cercanos, a su nivel y medida. Y, aunque parezca mentira, ésta es la manera más intensa y alta para aprender: quizás sea la más fecunda iniciación, anticipada saltando vastos espacios de ignorancia. Como pedagogo yo debería, sin duda, prohibirme semejante juicio; pero yo sé que la juventud prefiere infinitamente este modo de enseñanza; y estimo que, con el tiempo, el espacio saltado se colma por sí mismo».
PRESUNCION ELlTISTA
Lo arduo de ese ejercicio debe estar compensado por la anticipación esperanzada de una gran belleza, que sea un estímulo, un acicate, e incite a esforzarse por su comprensión. En este aprendizaje, instintivamente, el orgullo propio podría sentirse herido por la existencia de esa barrera llamada «gusto musical», por el culto que otros dedican a una «música clásica» cuyo valor no es inmediato. Y no es captado con facilidad. Ese resentimiento hasta podría acabar imaginando una supuesta presunción elitista en los demás; así justificaría el retraimiento y hasta el desprecio hacia lo que ignora. Esta trágica reacción, que puede producirse entre jóvenes universitarios, fue descrita magistralmente por Thomas Mann en su personaje Thomas Buddembrook.
«En música -le replicaba su mujer- no posees el sentido de la vulgaridad, que no te falta en otras esferas, y es precisamente el criterio fundamental para la inteligencia del arte... Tu filarmonía no se corresponde con el resto de tus inclinaciones e ideas.


¿Qué es lo que te gusta en cuestión musical? El espíritu de un insípido optimismo que, si estuviera contenido en un libro, lo apartarías con disgusto o con ironía y enojo. Te gusta esa pronta satisfacción del deseo apenas esbozado..., ese amable contentamiento de la voluntad levemente estimulada... Pero, ¿acaso ves que exista en el mundo real algo parecido a esas simpáticas y simples melodías?
«El comprendía, penetraba sus palabras. Pero no podía seguirla con el sentimiento ni comprender por qué unas melodías que a él le agradaban o le conmovían eran unos valores nulos; ni comprendía cómo, en cambio, piezas de música que le parecían secas y enmarañadas poseían el máximo valor musical. Se hallaba frente a un templo ante cuyos umbrales su mujer le impedía la entrada con gesto severo; y veía, profundamente apenado, cómo ella y su hijo desaparecían en aquel grandioso recinto».
CONSERVADURISMO CERRIL
Como los héroes griegos hay que mantenerse firmes en estas situaciones trágicas, sin perder la esperanza de ir accediendo a las diversas estancias del templo musical. Lo verdaderamente importante es no abandonarse a un conservadurismo cerril concentrado en los propios gustos musicales; como si esos gustos de hoy fueran una norma o punta de referencia inconmovible. Quien ama la belleza siempre está buscando lo imposible; es un explorador curioso y tenaz, un inconformista ante sí mismo, ante sus emociones: «Podemos llegar a sospechar -afirmaba Schönberg- de la sinceridad de las obras de arte en las que de manera incesante se exhibe el corazón, en las que se nos invita a soñar en una vaga e indefinida belleza y en emociones inconsistentes y faltas de fundamento cuya expresión alcanza solamente la copa de lo más superficial. Tales obras sólo muestran una completa ausencia de cerebro e indican que este
sentimentalismo tiene su origen en un corazón muy pobre».
La buena música no puede ser una droga o una satisfacción, sino un estímulo para agrandar el corazón, para educar los sentimientos, ennoblecerlos, refinarlos, magnificarlos... Todo ello sólo lo logra aquella música capaz de autorrevelar la identidad del que la escucha, cuál es la hondura y la anchura de su corazón. Esa música ayuda igualmente a ser más hondamente comprensivos con nuestros congéneres, a saber compadecer y simpatizar en todos los delicados matices del comportamiento ajeno. «La música -decía Stravinsky- es lo que unifica; es instrumento de comunión con el prójimo y con Dios».
LOS CLASICOS
Quienes han conseguido crear esa gran música» reciben el nombre de clásicos. Lo clásico -ha escrito Eliot- es exactamente lo contrario de lo provinciano y de lo efímero, de lo que se impone pero sólo aquí y ahora. Clásico es lo que vale siempre y en todas partes; por eso, sólo lo auténtica y profundamente humano puede ser clásico, aquello que ha sabido revelar lo universal del hombre, perpetuamente actual y válido.
El nombre de los grandes compositores -los clásicos- es ni más ni menos que un punto de referencia, un faro que ha guiado ya a muchas otras existencias en la exploración del enigma humano. «Uno siempre está volviendo una y otra vez hacia los verdaderamente grandes», decía Mahler.
«Ellos permanecen inconmovibles en su lugar y es recomendable no perderles nunca el respeto».
* NUESTRO TIEMPO, Nº 387.- Pgs. 60 - 66
SITIO WEB DE LA INFORMACIÓN: http://es.catholic.net/comunicadorescatolicos/730/1525/articulo.php?id=36179
SITIO WEB DE LA IMAGEN:
http://es.123rf.com/stock-photo/compositor.html

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