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13 de marzo de 2010

ACERQUÈMONOS A LA ÒPERA: "MADAME BUTTERFLY"


Madame Butterfly (1932), de Marion Gering, es una de las más depuradas expresiones cinematográficas del modelo, pues esconde tras la elevada tragedia amorosa una cuidadosa tipificación de la feminidad japonesa.
El personaje central, Cho–cho san (Sylvia Sydney), es una delicada joven que, por problemas familiares, se ve obligada a entrar en la casa de geishas regentada por Goro (Sandor Kallay). En ese local espera conseguir un matrimonio ventajoso que devuelva a su familia el orgullo perdido.
Ajenos a esas aflicciones, los tenientes Pinkerton (Cary Grant) y Burton (Charlie Ruggles) acuden a la casa de Goro para pasar una velada agradable, justamente cuando el casamiento de Cho–Cho san está a punto de concretarse.
Pinkerton queda prendado de la joven y decide cortejarla, más por juego galante que por verdadera pasión. Al cabo contraen matrimonio, aunque por la ley japonesa que, como Burton señala, permite abandonar a la esposa en cualquier momento. La geisha y el teniente americano viven días de felicidad en un casa modesta, convenientemente atendida por la criada Suzuki (Louise Carter).
Aunque Cho–Cho san descubre entre las pertenencias de Pinkerton la fotografía de una mujer, no llega a sospechar que ésa es la prometida que le aguarda cuando regrese a Estados Unidos. Un retorno que, por cierto, no tardará en llegar.
Completamente enamorada, la geisha confía ciegamente en que Pinkerton regresará a su lado. Para fijar la fecha de esa anhelada vuelta le pregunta: ¿Cuando los petirrojos aniden de nuevo? A lo que él responde: Sí, cuando los petirrojos aniden de nuevo.
Parte la escuadra americana y Cho–cho san conoce, llena de gozo, que espera un hijo de Pinkerton, quien no parece conmovido por la devoción de su esposa japonesa. Antes al contrario, llegado a puerto, olvida el compromiso y se casa con su auténtica prometida, la misma que la geisha descubrió fotografiada en el equipaje del teniente.
Pasará mucho tiempo, tres años, y la escuadra regresará al puerto japonés. La geisha espera a su esposo, pero queda brutalmente decepcionada al comprobar que a éste le acompaña una mujer americana. Comprende que ha sido burlada y, tras disponer que su hijo sea enviado con su abuelo, se hunde un cuchillo en las entrañas. Moribunda, recuerda a quien ha sido su gran amor: Te he amado. Te amo. Te amaré siempre, siempre...
Los resortes del melodrama funcionan perfectamente en esta pieza. Butterfly es la encarnación de un amor prohibido, por el que el destino la castiga con una fatal decepción. Un amor interracial que, a la fecha de escritura de la obra de origen, era un tabú social, aún no superado cuando la película fue filmada, razón por la cual es una caucásica y no una asiática la intérprete protagonista.
La geisha es mimosa, dulce, comprensiva, paciente y, ante todo, infantil. Nos recuerda a las doncellas de los cuentos de hadas y ahí es donde reside su efectividad. Representa un estilo de feminidad en vías de extinción, pues esta mujer es sumisa, tanto que acepta la voluntad masculina incluso luego de saberse engañada, amando al seductor por encima de su evidente traición.
Ello no impide que la única salida honorable para esa tragedia íntima sea el suicidio. Por lo demás, aquí también entramos en los cauces del estereotipo japonés, pues la representación del seppuku es una culminación grandilocuente que se relaciona de forma directa con el mundo de los samurais.
La promoción del film se encargó de contextualizar las figuras de la película, sobre todo la geisha. Mischio Ito, director técnico de la película, declaraba: La “geisha” es una muchacha cuyo único objeto en la vida es distraer a los hombres, una artista. En ninguna otra parte del mundo puede hallarse un exacto paralelo de la verdadera “geisha” japonesa. Viene a ser algo así como una mezcla de corista de “cabaret” con una bailarina profesional de academia de baile. Empero la “geisha” es una muchacha respetable por todos los conceptos y no se la debe confundir con una cortesana.
Escuchemos a la soprano Ying Huang en su prodigiosa interpretaciòn:

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